Leyenda del díctamo
Fragante yerbita que prolonga la vida
Hubo un tiempo en que reinaba, entre los indios de los Andes, una hermosa mujer. Era muy querida y respetada. Los mozos más arrogantes y valerosos la paseaban en una silla de oro por las márgenes del espumoso río Chama. Cantaban alegres al son de sus instrumentos musicales en armonía con gozosas aves que seguían la melodía para endulzar sus oídos. La naturaleza enaltecía su belleza mostrando sus doradas espigas de maíz y un sinfín de coloridas flores silvestres.
Los indios se consideraban felices bajo el suave influjo de las destrezas y la sabiduría del gobierno de su reina. Cualquier aflicción que ella sufriese representaba para la comarca una calamidad pública.
Pero poco a poco un velo de tristeza fue cubriendo el semblante de la hija del Sol y se apoderó de ella una enfermedad sin dolor que la consumía.
En lugar de risas y jolgorio, los cantos y las danzas sólo le producían lágrimas. Sus salidas, ya poco frecuentes, se tiñeron de un lúgubre silencio.
La comunidad trató de aplacar la cólera del Ches (Ser Supremo según los aborígenes de los Andes venezolanos) haciendo la danza de los flagelantes. Cada indio tocaba con una mano la tradicional maraca y con la otra se azotaban las espaldas en señal de penitencia. En la conmovida comarca se mezclaban los sonidos musicales con las declamaciones y gritos de dolor. Por su parte, los piaches hacían adoratorios y ceremonias en la selva sagrada ante los ídolos indígenas. Pero la reina se debilitaba aún más, continuaba adelgazando y sus mejillas perdían, día tras día, su color de melocotón y rosa que solían mostrar.
La graciosa doncella, Mistajá, favorita de la soberana, sufría hondamente la desventura de su amiga y velaba día y noche junto a ella.
-Amiga –le dijo un día la reina-, no quiero morir ¿Sabes qué les ha contestado el Ches a los piaches sobre mi mal?
-No. No sé. Han guardado silencio profundo, le contestó la doncella, bañada en llanto.
-Mistajá, parece que los piaches han agotado todo remedio. Mi única esperanza está aquí –le dijo la reina, mostrándole una joya de oro macizo en figura de águila. Cuando mi padre, ya moribundo, me la entregó, me dijo estas palabras: “Esta águila es la mensajera de los dones con que el Ches nos ha elevado sobre el resto de los indios. Si la pierdes, arruinarás tu estirpe”.
-Los piaches ni los guerreros consentirían jamás en este sacrificio que puede privarte del poder –contestó la doncella.
-Mistajá, antes que el poder, prefiero la vida. Sólo en ti confío y por eso te ordeno que subas, en secreto, al Páramo de los Sacrificios y ofrendes el águila de oro al Ches.
La compañera se tornó pálida y se estremeció de la cabeza a los pies. Era muy peligrosa su misión. Sólo los piaches y sabios subían al teatro de los misterios.
-Yo haré lo que me mandes aunque represente un sacrificio para que recuperes tu salud, contestó la fiel amiga, llena de mucho brío y temor a la vez.
-Muy temprano debes partir para que al rayar el sol estés en el círculo de piedras que existe en la cumbre solitaria. Allí cavarás un hoyo en el centro, y después de invocar al Ches, con tres gritos agudos que se oigan muy lejos, enterrarás el águila de oro y esparcirás por todo el círculo un puñado de mis cabellos. Luego observarás, con gran atención, las señales en el aire, la tierra o el cielo que enviará el Ser Supremo.
Aquella noche Mistajá esperó despierta la hora de partir, recibió de manos de la reina, la preciosa joya, un gajo de su abundante cabello y sus propias armas.
Aprisa aunque temerosa, la doncella transitó por los bordes de sombríos barrancos y ásperas cuestas siguiendo el rumbo que le marcaba su fuerte determinación. Después de dos horas de fatigosa marcha, alcanzó lo alto y gélido del Páramo de los Sacrificios.
Una vez en la altura, una extraña aparición la detuvo de súbito. Su estupor se congeló cuando vio unas formas humanas que cual fantasmas blanqueaban entre las sombras. Sus piernas flaquearon y cayó paralizada ante lo que parecía una larga fila de indios petrificados y cubiertos con sábanas blancas.
Largo rato permaneció Mistajá sobrecogida de terror, hasta que el día comenzó a aclarar y sus ojos pudieron penetrar en las tinieblas del frío glacial de los páramos. Entonces, la fantasiosa aparición tomó lentamente la forma de una enorme hilera de piedras blancas clavadas en punta sobre la altiplanicie. Retomó la marcha y detectó que era parte de un campo cerrado como una plaza circular muy grande y simétrica. Buscó el centro de aquel desolado espacio y con la lanza más fuerte que tenía, excavó la tierra cubierta de rocío. Se irguió hacia el Oriente, y alzó, con toda el alma, tres gritos inmensos que resonaron por los cerros vecinos. Con sus temblorosas manos enterró el águila de oro y esparció después por todo el círculo los cabellos de la reina, en momentos en que la aurora teñía de púrpura el lejano horizonte.
Se disponía a observar las señales que el Ches daría a través de la Naturaleza pero un sueño profundo doblegó sus párpados y cayó rendida. En ese instante sagrado se manifestaba el Ches sobre la cumbre.
A la hora en que los primeros rayos del sol bañaban de color rosa sus mejillas, el paso de una estilizada gacela la despertó. Se percató de un olor fragante que venía del círculo ahora cubierto de una yerba fresca y lozana, que la cierva devoraba con especial delicia. Todos sus temores se tornaron, como por encanto, en un gozo inmenso, en un regocijo intenso que la llenó de energías.
Tomó gran cantidad de aquella perfumada yerba, descendió lo más rápido que pudo del Páramo de los Sacrificios con la certeza en su corazón de que ésta era la respuesta favorable que esperaban del Ches hacia la soberana de los Andes.
La aromática planta fue recibida por la reina como medicina del cielo. En seguida la comió y al poco rato, volvieron los tonos angelicales a sus mejillas, el brillo a sus ojos y su semblante reflejó nuevamente la dulzura de su corazón.
Retomó sus paseos para que sus súbditos la vieran salir por los floridos campos y las riberas de los ríos, en hombros de gallardos mozos y al son de festivos cantos.
Desde entonces existe en los páramos de los Andes el fragante díctamo, nacido de los cabellos de la hija del Sol, o la yerba de cierva, que es su nombre indígena, en memoria a la primera criatura que comió de ella en los escarpados riscos.
Se dice que el preciado díctamo desaparecerá, como por encanto, el día que alguien desentierre el águila de oro ofrendada al Ches en la misteriosa cumbre.
El díctamo que nace en los páramos andinos es, para los indios, una planta sagrada a la cual se le atribuye la virtud de prolongar la vida.
En el mercado se consigue pero, es creencia popular, que el díctamo real sólo es hallado por las gacelas en la soledad de los páramos, a la hora en que el sol baña con tinte color rosa las alturas de los riscos.
Tomado del Libro “Mitos y Tradiciones”
Selección y Prólogo de Mariano Picón Salas
Biblioteca Popular Venezolana
Antología y Selecciones
Ediciones del Ministerio de Educación
Redacción: Loana Bracho